Es un ritual inevitable.
Desenrollo los cascos quitándoles todos los nudos mientras me relajo y pienso qué me apetece.
Los enchufo y voy en el aleatorio pasando canción tras canción hasta que el azar decide y encuentra la canción que me apetece escuchar y que no sabía ni que me apetecía hasta que la veo en la pantalla.
Mi mente se abre como una flor. Se pone a pensar sin ser yo consciente de ello.
Escucho con atención la intro. Un bajo, un piano, una guitarra.
A veces una batería. Otras veces si estoy de un humor extraño, un violín.
Eso me basta para perderme en mí misma.
Empieza la letra que a veces no encaja nada con la melodía y otras le queda como un guante. Incluso como una piel: está perfectamente hecha para esa canción.
Oigo y pongo atención a las palabras.
A veces es su significado lo que prende la llama, lo que enciende el motor.
Otras, ni presto atención a lo que significan sino a lo que son las palabras en sí, al tejido que forman junto a la melodía.
Entonces, la escucho con claridad: es esa nota, ese principio de una parte de la composición que me gusta especialmente. Esa parte puede durar un segundo o quizá mucho más. Pero siempre la hay. Está ahí.
Viaja en el aire hasta los oídos. Se reconoce inmediatamente, aunque nunca se haya escuchado esa melodía.
Un humor ya se ha formado dentro de mi. Siento la letra danzar en la mente.
Siento las notas en las puntas de los dedos; las siento vibrar en los oídos extendiéndose hacia el pecho. Siento el ritmo en las caderas.
Arqueo un poco la espalda al llegar ese punto.
Noto la música recorriendo la columna vertebral.
Cuando se discute sobre si una canción es buena o mala, la gente exime sus argumentos más convincentes.
Pero es música. Dicen por ahí que es el lenguaje del alma.
Para mi, una buena canción se distingue entre el resto si te hace estremecer de pies a cabeza, si te provoca un pensamiento, un sentir (sea o no definido).
Por ello la música es subjetiva: porque a unos les provocará escalofríos y a otros no.
Pero todo el mundo sabe a lo que me refiero.
Aunque razonablemente la música salga de un reproductor o de un altavoz, o en última instancia de las manos o pies de un músico, en realidad yo sé perfectamente que sale de dentro, de la mente, de un sentimiento desnudo.
Sé perfectamente que es absurdo pensar que del músico que parece fabricarla de la nada sale esa emoción, ese estremecimiento, esa sacudida y que puede transportarse a las personas por el aire e inundar cuerpos, mentes.
Sé que es físicamente imposible, pero es así.
Definitivamente sin oído me parecería demasiado difícil vivir.