Devenir significa abandonarse en cierto sentido a la incógnita de lo que somos, de lo que seremos.
Se trata de abandonar la idea estricta del sí, abandonar la idea de que poseemos unas potencialidades limitadas a una identidad fija (que hemos y el entorno nos ha hecho forjarnos) para abrirnos a lo nuevo, hacia una nueva personalidad, una nueva individualización, una nueva forma de pensar.
Se trata de deshacerse de las maletas pesadas que ya no son funcionales en nuestras existencias.
Devenir es un movimiento imperceptible que sin embargo revoluciona nuestro interior, cambiando radicalmente nuestro modo de entender el mundo y nuestras reglas de pensamiento y acción.
No se trata en absoluto de un movimiento nihilista, pues el nihilismo conduce al sentimiento de la inutilidad de la existencia.
Así, como sugirió Nietzsche, abandonar los valores metafísicos cobra valor sólo si se constituyen nuevos valores.
En caso contrario, se trataría de una dirección obstinadamente destructiva.
Ese abandono del que hablo es una transducción, es decir, significa al mismo tiempo la asunción de una nueva configuración. Es una necesidad fisiológica y ambiental de transformarse en otro de sí, mediante variaciones de sí, la variación de valores, de la relación con los demás, con el entorno.
Aún así devenir no es tarea fácil. Esa metamorfosis no se produce por que sí.
La transducción solo puede ocurrir cuando precisamente se abandona el propio ego (entendido como identidad).
Uno no se puede transducir a partir de sí mismo a otro.
Y quien acepta el devenir de sí (y no la permanencia de sí), posee voluntad.
Lo que impide comúnmente que nos dejemos ir, es la resistencia que aplicamos a los cambios, debido a cierto horror vacui que condiciona al sujeto. Dejar la propia identidad puede provocar un gran terror, el mismo terror que rodea a un gusano en su crisálida mientras, desde su punto de vista, se acerca el fin del mundo.
Pero, mientras tanto, ya le están creciendo las alas.
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