Hay una literatura de la decadencia. Y una filosofía. Y una vida de la decadencia.
Hombres que saben que la historia y el tiempo pasa por encima de ellos, que les rebasa mientras sus contemporáneos no se enteran de nada, aunque les pase la vida.
Para ser un auténtico decadente hay que vivir un cierto tiempo o tal vez vivir algunas cosas. Pasar de un estado a otro, sobrevivir a algo.
Pero no nos engañemos: se trata de un estado de ánimo más que de una resistencia, un respeto a lo que fuiste, al pasado, a épocas de tu vida.
Yo pienso, además, que esto implicaría que la literatura de la decadencia sólo es posible a partir de la conciencia de la desintegración de una dignidad, de la propia libertad o de la identidad cercenada por la irrupción violenta de un acontecimiento o acontecimientos que cambian la sociedad y el mundo.
Con esto quiero decir que la decadencia es principalmente el anacronismo de vivir en una época que no nos merece, o que simplemente nos desprecia al mostrarnos que hemos vivido.
Es entonces cuando somos capaces de reinventarnos al lograr convertir lo cotidiano en ficción.
Es la mejor técnica (puramente decadentista) para sobrevivir. La misma que posiblemente le proporcionó a Baudelaire una justificación permanente para el cabreo.
Qué profunda belleza se esconde dentro de lo anacrónico, de la incorrección y la decandencia.
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