Y de pronto, Lisbeth lo comprendió.
La respuesta fue de una sencillez tan abrumadora que la desarmó por completo. Un juego de cifras que se alineaban en serie y, de súbito, se alinearon en su sitio formando una fórmula que más bien debía de verse como un jeroglífico.
Pero Fermat nunca había dispuesto de ningún ordenador y la única solución al teorema proporcionada por Andrew Wiles se basaba en unas matemáticas que no se habían inventado cuando el francés formuló su teorema. Naturalmente, la respuesta era completamente distinta a la de Wiles.
Se quedó tan perpleja por ser la única persona en el mundo que había dado con la respuesta que tuvo que sentarse en un tocón.
Dejó la mirada perdida al frente mientras verificaba la ecuación. ¡Era eso lo que había querido decir! No era de extrañar que los matemáticos se hubiesen tirado de los pelos a lo largo de varios siglos. Luego, soltó una risita.
Un filósofo hubiera tenido más probabilidades de resolver el enigma. A Lisbeth Salander le hubiese encantado conocer a Pierre de Fermat. Un chulo cabrón.
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