sábado, 1 de septiembre de 2012

Pequeños placeres y momentos de inadvertida felicidad.

Es justo al salir de casa.
El sol en la cara. La brisa en el pelo. El cuerpo a tono. Los sentidos alerta.
La sensación de estrenar el mundo, aunque sea el mismo de ayer y de mañana. De que la vida es fácil, y amable, y todo puede suceder aquí y ahora.
Luego vienen las prisas, los peros, los problemas. Pero ese instante de gozosa expectativa no nos lo quita nadie. Es nuestro, es gratis. No es mucho, pero es bueno (y eso no es poca cosa).
Llevamos años amaneciendo con un cataclismo detrás de otro y sin embargo, estamos vivos.
Entonces, ¿por qué no disfrutar de lo que tenemos? De todos los placeres que están a nuestro alcance.
Algunas de las cosas que nos proporcionan mayor bienestar son asequibles para la mayoría. Comer, beber, amar. La belleza, el conocimiento, la sensualidad, la camaradería, la amistad, la ternura, el sexo.
Los deleites sensoriales.
El agua cuando tienes sed, la cama cuando tienes sueño. Hacer el muerto en el mar, las caricias, las hojas en otoño, la lluvia. Levantarte el primero la mañana de navidad y ver los regalos bajo el árbol.
Dormir en sábanas recién cambiadas, que te acaricien el pelo, ver pelis malas de terror con unas palomitas, una siesta en pareja con revolcón y esa deliciosa y feliz ausencia de uno mismo que nos hace creernos capaces de todo.
Esa cosa tan cursi y tan sencilla a la vez que llaman alegría de vivir.
Cada cual tiene su lista de esas alegrías cotidianas que hacen que la vida merezca la pena y lo extraordinario es que casi todos podemos reconocernos en la de cualquiera.

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