Ahora, tras haberlo visto en la realidad, su persona se había vuelto mucho más importante y poderosa que antes. Ocurriera lo que ocurriese, quería volver a encontrarse con él.
Quería que la abrazara y la acariciara de arriba a abajo con esos fuertes brazos. Sólo de pensar que quizá su sueño no se cumpliría, su cuerpo y su alma parecían desgarrarse por la mitad.
De pronto, una tarde, cayó en la cuenta de por qué tenía sentido seguir viviendo.
Uno vive con los ojos puestos en las esperanzas que se le dan, en las esperanzas que uno alberga; las esperanzas son como un combustible. No se puede vivir sin ellas.
Pero eso era como lanzar una moneda al aire. Hasta que la moneda cae, no se sabe si saldrá cara o cruz.
Al pensar en ello, se le encogió el corazón con tal fuerza que tuvo la impresión de que todos los huesos del cuerpo le crujían, y lanzó un alarido.
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