domingo, 5 de enero de 2014

Persiguiendo la lluvia.

Ayer.
Afuera llovía como nunca.
Y yo allí, dentro de casa, como si intentara sobrevivir a la tormenta.
Calentita, con mi gato entre las piernas y un libro entre las manos al que no prestaba atención alguna. Releyendo la misma página una y otra vez, ofuscada por no poder concentrarme, irritada por no poder desviar los ojos y oídos del hechizo del agua.
Pensando en mi estupor que ojalá tuviese una gotera, tan sólo para poder sentir esas gotas con la mano al abrigo de mi edredón.
Y entonces una idea ya rondaba mi mente, algo que ya he hecho muchas veces, pero no en una tormenta tan fuerte.
Me estiro y me desperezo. Mi gato me mira preguntándose por qué me empeño en moverme, y mantiene ese interrogante en la mirada mientras me visto. No muchas capas de ropa, el propósito es el contrario.
Salgo a la calle. Sigue lloviendo.
Doy un paso y otro y otro. Ando unas 2 horas sin rumbo fijo, recreándome en la lluvia, sintiéndola sobre la piel, mojándome los pies en cada charco que encuentro, bailando ligeramente y sacando la lengua para que también roce las gotas.
No escucho música, no me hace falta.
Descubro nuevos sitios de la ciudad que desconocía por completo.              Prometo que volveré, aunque sé que lo más probable es que no lo haga nunca y sigo mi camino sin destino, ya que el fin no es corpóreo, es seguir sintiendo y ducharme en medio de la ciudad, con la ropa pegada al cuerpo, el pelo mojado, los leggins como si fuesen una segunda piel.
Nadie me molesta. No tengo que hablar. Sólo dejar extender mis emociones.
Experimentar, sentirme más viva que nunca.

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