jueves, 30 de enero de 2014

Mi Diógenes moderno.

¿Qué dice de mi el hecho de que tenga un amigo que es un "vagabundo"?
Pues simplemente, yo creo que nada. Y realmente da que pensar que mis conversaciones más profundas sean con él, que mi otro abuelo sea él, que mis ganas por volver a casa no se deban a otra cosa que encontrarme con él de forma casual o premeditada en la salida del metro.
Que me haga regalos extraños y que nadie jamás me haría. Y a veces son totalmente comunes, pero aún así él les tiene tanta estima (eso expresa su gesto al entregármelos), que para mi son de un valor incalculable y descomunal.
Me provoca risa y sonrisa. Nunca lástima, nunca asco como cabe pensar por la repugnante sociedad.
Le doy la mano y me la estrecha más solemnemente que el más agraciado y opulento de los reyes.
Me sonríe y es inevitable sonreír ante ese gesto tímido, docto, sabio y estoico.
Al principio le daba cigarros y se los encendía, luego más tarde dinero cuando por fin me dejó entregárselo (a menudo una cantidad que cualquier persona corriente e incluso acaudalada consideraría una locura extravagante), luego comida, luego libros, muchos libros.
Y siempre, siempre, consiste en un intercambio: un collar de chapas, un beso en la mano, un mechón de su barba anudado con un lazo morado (le dije que era mi color predilecto), un Ginger Ale (sabe Dios de dónde narices lo habrá sacado), una foto rara, un cartón, un dedal, una piedra brillante, y otros muchos tesoros que saca sólo para mi de su abrigo raído, como si me regalase un diamante.
En cierto modo, no puede producirme más que una sensación de plenitud cada vez que hablamos.
Se afeitó su espesa barba de Darwin, me dijo, para no parecer que vivía tanto en la calle, por que la gente juzga sin saber.
Hablamos de política, de historia, de literatura (sobre todo de eso, puesto que él es un erudito y yo aspiro a serlo).
Es significativo que, a pesar de no tener prácticamente nada (eso es lo que la gente opina nada más mirarle sin ver), sea la persona menos materialista y más calma que conozco. Y tiene algo inestimable: su mente.
Verdaderamente él es un auténtico Diógenes contemporáneo. Cuando le dije esto, soltó la carcajada más larga y llena de vida que he oído salir jamás de alguien y me respondió: me falta el tonel, pero me sobran Alejandros Magnos.
Yo también me reí, y lo sigo haciendo al recordarlo.
Por ello, yo le llamo Diógenes (no sé siquiera su nombre verdadero) y el me llama niña (es la única persona a la que le dejo llamarme así) porque yo interpreto y sé, que él me da su escudilla para beber  y hace un cuenco con las manos cada vez que me ve, y yo le doy la frescura que aportan las ideas nuevas y la certeza de que alguien le escucha y le entiende.
Comprendo cómo es, y él también como soy yo. Y por ello nuestra relación de amistad es muy profunda y no está arraigada en nuestros intercambios materiales, sino en nuestros intercambios de pensamientos que nadie, excepto nosotros, compartimos.

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