Tememos muchas cosas. El dolor, estar solos, no ser queridos con reciprocidad, el paso del tiempo, la muerte, la tristeza, lo que se sale de lo corriente, lo que no podemos evitar.
Muchas de las cosas a las que más vueltas damos no merece la pena pensarlas o sentirlas. Sólo conllevan un inmenso sufrimiento, un malestar que nace de la entraña, que punza y atraviesa nuestro cuerpo, que paraliza.
Y así, de esa forma, entre raquíticos instantes que solemos tachar de "felicidad", y una vastedad de desazón y zozobra, vivimos estancados esperando Algo que no sabemos qué es exactamente, y que ansiamos encontrar.
El peor riesgo es achacar nuestros males a la falta de ese Algo, e identificarlo como una carencia o un déficit de ese palabro, esa invención de los mortales llamado amor, porque todo el mundo quiere un amor inolvidable, que le consuma y que, al fin y al cabo, también le paraliza en cierto sentido.
Ya sea por amor, o por vivir sin él, vivimos paralizados.
Afortunadamente, siempre nos quedará el estoicismo.
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