sábado, 1 de marzo de 2014

Mi apreciado Platón.

Lo asombroso de Platón es que no sólo recogió la antorcha de los filósofos que le precedieron, sino que la huella que ha dejado en la arena no ha habido ola que la haya borrado jamás. Se transformó a sí mismo ( y a Sócrates) en un personaje de ficción, sin perder nunca el referente de que nos habla una persona real.
La manera en que trata los mitos (ya sean el de la escritura, el de la caverna, el del carro alado) indica una vocación auditiva prepotente y a su vez una voluntad de estilo que es posible hallar en cualquiera de sus textos; el placer del texto, para decirlo con palabras de Barthes. Platón fue, es y será el pensador riguroso, el maestro de la doxa, el lógico y celebrador de las matemáticas, el escritor imaginativo líricamente inspirado.
Platón imitará a su maestro, lo defenderá; escribir y hablar son la misma cosa.
Eso ya estaba en el mito: hablar supone decir la verdad, incluso aunque sea a partir de una ambigüedad tan dramática como es la dialéctica, mientras que escribir lleva aparejado lo oscuro, algunas veces la mentira, lo extraño, lo que no es nuestro. Es difícil encontrar a alguien que habla mintiendo, porque el habla está más estrictamente sometida al lenguaje, a la abstracción que la escritura.
Naturalmente, sigo aquí el diálogo de Sócrates con Fedro, y ese diálogo es evidente que no se ha acabado.
Jaspers cuando habla, es decir, cuando escribe de lenguaje, dice como Gorgias, que si se pudiera conocer el ser, no podríamos comunicar lo alcanzado. Es verdad, pero ahora ocurre ese fenómeno a la inversa: necesitamos ponernos delante de una máquina o de un folio porque intuimos que no hemos sabido comunicarnos en el habla, lo cual es muy paradójico.
Es muy fácil mentir desde la escritura.
Platón tuvo que divertirse lo suyo al percatarse de esta transformación del discurso.
En un capítulo de Las Leyes, Platón se defiende a la manera en que acostumbraba Sócrates, de la crítica que se le hace a su ilusa e ilusionante República en donde no habría sitio para los trágicos, con una respuesta de escalofrío:
"nosotros mismos somos autores de tragedias y autores de la más bella y mejor tragedia, pues toda nuestra Constitución no tiene otra razón  de ser que imitar la vida más bella y excelente; y ahí se halla la tragedia más auténtica. Así pues, vosotros sois autores y nosotros también. Somos vuestros rivales en la representación y creación del drama más bello, el único naturalmente apto para crear la verdadera ley".
Este fragmento resulta tan aplicable a tal número de situaciones contrapuestas que por sí mismo merecería un curso de vida, esto es, de docencia completa de representación dialéctica y filosófica, estética y moral. Es duro y al mismo tiempo es fluido como los ríos de sangre que dejan un cauce insoslayable en la historia.

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