jueves, 27 de febrero de 2014

Libros de libros.

Últimamente me atrae cierto tipo de libros más que otros. Si lo miro desde el punto de vista de la psicología y me autoanalizo, encuentro una certeza: estoy algo harta de leer lo que yo llamo "libros de libros" o libros de citas, en donde la opinión personal del autor o mejor dicho, recopilador, está escamoteada, ya sea sobre el presente, ya sea sobre su circunstancia.
Las publicaciones actuales han seguido esta línea, aunque no me gusta generalizar porque la generalización precipitada sigue siendo que yo sepa una falacia y porque también de cuando en cuando aparece un libro cojonudo que rompe con todo, que es como un tsunami e inunda y deja en evidencia las otras escrituras mediocres.
Pero hoy por hoy, casi en su totalidad generalmente se trata de libros  en donde no se manifiesta la escritura como una vocación de estilo, en donde no se piensa ni se opina.
Hoy, alcanzar una opinión entre intelectuales es algo prácticamente imposible, y si escriben en los periódicos lo hacen como auténticos y serviciales adláteres del sistema.
Hay veces que me da la sensación de que hay por ejemplo cierto paralelismo en los ensayos de Ortega y los acontecimientos políticos actuales. Eso me deja estupefacta e inquieta, ya que tras 100 años volvemos a situarnos en el mismo punto en donde se hallaba el filósofo. O quizá hemos regresado al punto desde el que partimos, como suele suceder en las grandes obras literarias, en el mito, el cuento, la novela. Sin que nuestros pensadores
(o el maldito ciudadano que designan "de a pié" y que puede ser tan buen pensador como cualquier hijo de vecino con un encéfalo humano) deseen repensarlo. O simplemente porque lo desconocen, lo cual hace más grave su injusta despersonalización, su delirio crítico.
Pero si el ciudadano es un héroe cotidiano, entonces la patria sería aquello que pensamos por la mañana que hay que hacer durante el día.
Esto es algo que roza ya la abstracción más absoluta.
Somos espectadores. Pero es un nuevo concepto de espectador. Antes el espectador era la base prototípica del interés por la vida y por las cosas. Era otra mirada; un leer entre líneas. Un saber ir al fondo de las cosas, al meollo del asunto.
Y ahora los únicos espectadores genuinos quieren alejarse del escepticismo relativista y del racionalismo universalista, no desean convertirse en hombres masa, sino salirse de las cosas y mostrarlas en sus circunstancias.
Ahora en los debates televisivos matan a la Esfinge porque no quieren escuchar, y al ver llegar a alguien que podría liberarlos de esta peste contemporánea, prefieren no saber la verdad.
Vivimos en un tiempo-escribió Ortega- en que uno se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe realmente qué realizar.
Y es así. Lo he comprobado. En la universidad prima, abunda el intelectual cínico. Una clase de hombre masa instalado en el no saber, alejado completamente de la razón vital, un tipo de sujeto incapaz de criticar lo que está mal porque, en realidad todo lo que ve a su alrededor, para él está cojonudo; marcha bien. Eso sí, es fácil verlos venir.
Tal vez no sea culpa suya, sino de la adopción sin reproches de un pensar utilitario.
Ved los programas del colegio, de la universidad. Creen que por mandar a sus hijos a aprender de memoria inglés, lengua, ciencias...etc acabarán aprendiendo a hablar y a pensar. Y sobre todo, a ganar dinero.
La gente actúa poco, es una masa adormilada con embustes, que bien se despierta indignada, bien sigue en un sueño profundo.
Hay que empezar a ser guardianes de lo imprescindible, y a criticar hasta la extenuación cuando falte. Necesitamos recuperar la connotación antigua y olvidada de espectador, y dar un paso más hacia la acción.
En fin, me voy a la cama a deleitarme leyendo uno de esos escasos libros que no es de libros y a rumiar lo dicho.

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