lunes, 24 de febrero de 2014

Música.

Ayer leí una obra de Pascal Quignard, en la que éste descubre en la música el ruido.
Y, como un buen músico, se sale del texto para horadar otros espacios y hallar en la digresión unas relaciones inesperadas, por ejemplo al sostener que Dios es que hayamos nacido, que hayamos nacido de un acto donde no figurábamos, que hayamos nacido de un abrazo en el que dos cuerpos distintos al nuestro estaban desnudos y que somos el fruto de una sacudida entre dos pelvis también desnudas, incompletas, avergonzadas la una ante la otra, cuya unión fue ruidosa, acompasada, gemebunda.
Este párrafo es demasiado bueno como para soslayarlo.
Es como si dijera: bueno, ya que me habéis traído hasta aquí, dejadme que os muestre la parte oscura de la bondad, y del amor, de la música, del sexo.
La música es un ente que produce una distorsión del lenguaje. Con esto me refiero a que por ejemplo antes de la aparición del hombre ya estaba ahí en el ambiente, como si esperase nuestra llegada para sintetizarse y ofrecerse, igual que hay en la invisibilidad entes que están ahí y que todavía no se han mostrado como objetos.
Entiendo por qué a los músicos les gusta tanto el silencio. Ese intervalo.
Quignard se remonta a Ulises para desmitificar terriblemente sus veleidades. La música precipitaba al fin, según Lacks. O precipitaba hasta el fondo.
Plotino aclaraba más o menos el concepto de música como ente cuando decía que la música es una experiencia anterior a lo sensible, como si se enlazara con el más allá, como si procediera de una música anterior.
Tanto en Homero como en Virgilio, el autor nos descubre la música en esa voz infernal que es una señal, que serviría para enseñar obediencia, para imponer orden, para trasladar a los corderos al matadero.
La música aparece asociada desde el principio a la tragedia clásica, al melodrama.
Entiendo que Quignard es una especie de antinietzscheano irreductible, abriéndonos las puertas de este palacio inaudito de la música, y todo porque la relación entre medios y fines explica decisivamente el papel de la ética de la existencia.
Pienso en la gente que va a la ópera de forma asidua, o en mí misma que escucho música todos los días. ¿Será cierto que mientras permanecemos ahí escuchando permanecemos reclusos, atrapados por este soma que nos circunda y detiene?
No lo sé, la vida es sorprendente. Quizá no sea sólo un hábito social o de entretenimiento para llenar una especie de vacío situacional, sino simplemente un deseo de rapto mental, de entrega y de ignominia, una especie de venganza del arte contra aquellos intrusos que no saben ni podrán nunca entender, por ejemplo, los siete minutos de la sinfonietta de Janáceck, la quinta de Beethoven, el Danubio azul de Strauss, Eine kleine Nachtmusik del grande Mozart, el concierto 1 de piano de la obertura 23 de Tchaikovsky, la Suite 1 de Cello de Bach, la Cavalleria Rusticana de Mascagni, la obertura de Guillermo Tell de Rossini, el Vals de Alejandra de Enrique Mora, las olas del Danubio de Ivanovici, el bolero de Ravel, Cándida Obertura de Bernstein, Carmina Burana de Orff, the Mission de Morricone.... La lista de obras maestras es interminable.
Retomando el hilo de lo que decía, Quignard lo explica muy bien:
El arte no es contrario a la barbarie. La razón no es lo contrario de la violencia. Esto me hizo reflexionar sobre que esa idea desmonta la irregularidad atrayente que supone concebir a Aomame, la protagonista de 1Q84 de Murakami, un personaje que es una fría asesina y al mismo tiempo posee el don del placer por Janáceck.
Y tiene sentido. Desde mi visión de las cosas, es erróneo oponer lo arbitrario al Estado, la paz a la guerra, y la sangre vertida al acecho del pensamiento, pues ni la muerte, ni la violencia, ni la sangre ni el pensamiento están libres de una lógica que permanece lógica incluso si rebasa la razón.
Al final cuando acabé la lectura, me invadió un frío glacial en la nuca, porque comprendí que no es una suerte haber nacido, ser humana.
Que el mundo, tus amigos y las personas que amas también forman parte de los peligros, de aquellos miasmas de los que hablaba Baudelaire; que nada es seguro y que incluso dentro del amor puede hallarse la semilla inmortal de la desolación y la muerte, ya que nada, nada, nada es real.

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